EL CUERPO DEL DELITO

UV, 2017






EL CUERPO DEL DELITO
por Mariano López Seoane

En 1844 Edgar Allan Poe lleva el género policial a su cumbre al encargarle a su personaje Dupin que investigue el paradero de una carta secreta y comprometedora que una señora importantísima ha dejado en su boudoir. En 1993, Madonna toca fondo con el policial trash que le da título a esta muestra: Body of Evidence. Entre estos dos extremos de la literatura detectivesca se mueve la muestra de Lolo y Lauti. La traducción ingeniosa pero incorrecta que le dio su nombre a la película en el mundo hispano nos pone en la pista de una de las tretas preferidas de estas artistas. Y “La carta robada” nos recuerda que muchas incógnitas se despejan cuando nos limitamos a reponer lo evidente.Una inspección superficial revela que el delito al que Lolo y Lauti le ponen el cuerpo es el robo. Las obras que componen la muestra son de un modo u otro “homenajes” y “reversiones”, intervenciones que una mirada malévola arrojaría al rincón maldito del plagio. Como el tiempo no ha pasado en vano, desde hace décadas sabemos que el juego de espejos y alusiones es uno de los motores centrales de una historia del arte que se enrosca sobre sí misma como una lengua para iniciadas. Pero el trabajo de estas mujeres barbudas es peculiar: su tejido de referencias prefiere inclinarse a la industria cultural antes que elevarse hacia los hitos del arte serio. El idioma que hablan es el de los medios masivos de comunicación; su abecedario, la videografía de los ídolos de su infancia y su adolescencia extendida. Y si es verdad que la Gioconda de Leonardo está entre sus materiales, también lo es que se trata de la Gioconda democratizada por el consumo de masas, maquillada por los flashes que la acosan a diario y entronada por la visita de los reyes de este mundo: Beyoncé y Jay Z. Lucky Lady originaria, esta Gioconda es una suerte de cyborg: su mítico rostro ha sido sustituido por el del actor porno Colby Keller, alguien que ha trabajado mucho por restituirle su aura (en palabras de Walter Benjamin, su capacidad de devolver la mirada) a la desacralizada industria del porno.Lolo y Lauti se abalanzan sobre el archivo de la cultura de masas con el ardor del fanático y el descaro del hereje. Lo que equivale a decir que su atentado contra la propiedad tiene tanto de amor como de transgresión. Y que su trabajo de emulación sigue la lógica de la reproducción ampliada: las copias contienen un plus de valor. Esto es especialmente claro en Trixxx, el delirante homenaje que las artistas le rinden al intento de las Trillizas de Oro de triunfar en “el exterior”. En la versión de Lolo y Lauti, el improbable hit “Fantasy” (Jupiter Records, 1981) deja de ser el pálido eco de los éxitos del disco global (ABBA, Bee Gees) para transformarse en una reflexión sobre los rostros que puede asumir la pintura en la era de la reproducción digital. Acompañadas de un secuaz conocido como Rodri, las artistas se transforman en obedientes bailarinas, calcando con sus cuerpos la coreografía que perpetraron las Trix originales. Si este calco es necesariamente un desvío (en lugar de las blondísimas trillizas tenemos un trío de barbudas), Lolo y Lauti transforman esta divergencia en una exploración que estremece uno de los géneros más fatigados de las artes plásticas. Vestidas como Teletubbies y apuntando a una síntesis cromática que recuerda los experimentos de Yves Klein y de Hilma af Klint, las artistas revitalizan la pintura sumando la videoproyección a su repertorio de técnicas. En el camino, nos recuerdan que el color es luz y activan la fantasía infantil, explotada hasta el hartazgo por el género gótico, de que los retratos esconden fantasmas y aun seres vivos (fantasía que Lucky Lady literaliza para delirio de las suertudas espectadoras).Hemos dicho: las artistas barbudas se acercan a las trinidad de divas gracias a la magia de la mímica. Ese juego de roles es una de las técnicas básicas de ese arte de la aspiración y la apropiación hasta hace poco subterráneo y hoy en día globalizado que llamamos drag. Y en efecto las copias de Lolo y Lauti serían impensables sin el código de robos que instala el drag. Robos creativos, en los que la referencia y la imitación son siempre plataforma para la amplificación irónica, la caricatura o el tráfico de saberes. El drag es el principio rector de las fotografías de Who Girl, en las que 3 amigas replican escenas de la filmografía de Madonna bajo la dirección de las artistas. Pero su vibración también magnetiza los nombres de las 4 protagonistas de Sex and the City, que en Girls aparecen como titilantes nombres de fantasía disponibles para el bautismo de nuevas cohortes de queens. Si el drag es uno de los códigos maestros de esta exhibición descarada, el otro es la costumbre que comparten todas las culturas periféricas de ofrecer su propia versión, desquiciada, de los hitos de la modernidad. Y si en un pasado con el que aún convivimos esas apropiaciones bastardas se colocaban bajo el signo de la barbarie, las obras de Lolo y Lauti se inscriben en un futuro latente en el que el tono muerto de hambre que una niña thai le imprime desde la selva a los looks que propone el Vogue francés es infinitamente más potente que los esplendores estabilizados del original.